lunes, 15 de febrero de 2021

Majestuosa, siniestra y decidida

Y los siempre cambiantes clubes de jazz de la calle 52, con los inmensos rostros, instrumentos y nombres que ocupaban sus carteles. Afuera hiciera frío o calor, mordisqueando un puro , hombres bajitos que anunciaban el nombre de los artistas con un : Tres únicas noches o Última función en Nueva York. 

Ahí estaban, a media tarde, en el bordillo de la acera al salir del taxi o bebiendo en el bar White Rose, Ellos, los grandes artistas, con su rostro cansado y enigmático, su tos, sus labios cortados y sus ojos amarillentos;  y la ropa, recién planchada y reluciente, más tiesa que la fibra ósea e la pluma de un pájaro. 

Y ahí solía estar ella "diosa rara", Billie Holliday. 
Gente auténtica: nada que ver con tu padre o tu madre, nada que ver con tus amigos de toda la vida que ahora viven solos en la casa que fue de sus padres, con la plata y los retratos, un par de lámparas nuevas y el techo reparad: con la vida finalmente resuelta, preparándose para morir.

Hacia 1943. De noche, a la fría luz de la luna de invierno, se desarrollaba un espectáculo urbano bastante benigno. Los adolescentes dormían y la amenaza no flotaba más que por el paisaje; una amenaza estética. Nieve fangosa y sucia en las alcantarillas, un chanclo negro perdido, un par de bragas blancas, quien sabe si arrojadas desde un coche. Acompañando la música, como uña y carne, un libertinaje letal. Y, siempre, la luminosa autodestrucción de Billie Holliday. 

Cuando la vi por primera vez era gorda, grande, maravillosamente hermosa, gorda. Durante aquel instante nunca volvió, casi llegó a parecer una matrona, alguien auténtico y sensato que ingresa dinero en el banco, firmaba papeles, tenía cortinas a juego, los vestidos colgados y pares de zapatos –dorados y plateados, blancos y negros– siempre listos. Qué aparición más traicionera, aquella, aquella locura, porque nunca hubo mujer menos madre y menos esposa, menos apegada a nada; costaba imaginar, incluso, que pudiera ser una hija.  Ya quedaba poco que recordara la lastimosa dulzura de una jovencita.  No. Era rutilante, lúgubre y solitaria, aunque , por supuesto, nunca estaba sola; nunca. Majestuosa, siniestra y decidida. 

Noches insomnes . Elizabeth Hardwick  

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