miércoles, 28 de septiembre de 2011

Yo, perro

Una noche, tras dos copas, en un restaurante neoyorquino bastante hortera llamado Russian Tea Room, por el que sentimos simpatía por ser escenario de novelas deBashevis Singer y de películas como Tootsie, a punto de pedir la nefasta tercera copa, en ese momento en que más que aflorar la verdad afloran las groserías, un amigo que en realidad no lo era tanto me dijo: "Tú es que te vas con cualquiera". Aunque no creo en el célebre dicho que reza que los borrachos y los niños dicen la verdad, en este caso, mi amigo (que no lo era tanto) acertó, porque si hay una característica enrocada como un mejillón en mi carácter desde que era niña, es ésa, que me voy con cualquiera. Con cualquiera que me interese. Mi medio amigo se refería a que me iba con personas sin importancia (para él). También acertaba. A mí, lo que más me atrae de este mundo, es que las personas sin importancia me abran de pronto su corazón. Si en alguna ocasión he pensado en llevar un diario, no ha sido para escribir de esa gente célebre a la que tengo alcance; la gente célebre es, con frecuencia, demasiado autoconsciente de serlo, estudian lo que dicen y racanean su sinceridad, en suma, son un coñazo. Nada como una persona sin importancia. Ese interés mío no tiene que ver con la conciencia social de la que tanto presumen las figuras públicas. No. A mí sólo me mueve el coleccionismo. Soy coleccionista de vidas sin importancia. Mi amigo dejó de serlo, no de golpe, como ocurre con los amigos que no terminan de serlo, fue devorado por la distancia y el tiempo. Visto con perspectiva, me doy cuenta de que no me ofendió el hecho de que me dijera algo que, por otra parte, era verdad, sino su intención de herirme. Los amigos, incluso los que no lo son tanto, siempre corremos el peligro de herirnos tontamente, pero qué desagradable es descubrir que había un fondo de resentimiento, que estuvo siempre ahí hasta en los momentos que nos parecían buenos. Me voy con cualquiera. Dicen que hay dos tipos de personas: los gatos y los perros. Sé que tienen mucho más misterio los gatos, pero yo soy perro, perrilla; no me importa ir detrás de alguien que me interesa, incluso, a veces, de quien no me conviene. Siempre había niños que se quedaban mirando a la banda de música desde la acera y otros que la seguían, perrillos, bailando. Más de una bronca me llevé por ser tan perrilla. Hay dos tipos de escritores, los perros y los gatos. Los perros tienen menos prestigio, los críticos suelen llamarles realistas o, si les quieren hacer más daño todavía, costumbristas. A mí no me importa la palabra, sino la mala baba con que se escupe. Pero en fin. A este carácter mío de canino el Internet le va como anillo al dedo, aunque lo haya criticado y lo critique. Como internauta que soy pienso que no está de más que los padres, a veces tan ajenos, se pongan al día en las posibilidades que tiene este juguete, porque a veces es sólo eso, un juguetito. A mí me gusta jugar con esta cosa. El placer a menudo tiene sus peligros, claro, pero los perrillos, ay, no sabemos resistirnos. Será que entre mi lista de amigos hay demasiada gente jovenzuela, el caso es que, lo confieso, soy de Facebook. Facebook es como un gran corro de la patata. La definición no es mía, se la debo a un escritor con el que comparto bastantes cosas (él es gato, por cierto), y creo que es acertadísima. En principio, "el corro de la patata/comeremos ensalada" no tiene límite en el número de participantes, así que hay páginas de Facebook, sobre todo aquellas de adolescentes, que tienen registrados más de mil amigos, con lo cual es casi imposible el control de la información. Pero es que, además, las inocentes criaturas exhiben las fotos de novios, fiestas y lotes, sin pensar en que la vida no consiste sólo en el presente. Esas redes sociales, sobre las que ahora tanto se teoriza, han permitido que cada individuo se convierta en un personaje delHola, un Hola popular, que en tu círculo interesa tanto como el Hola ortodoxo. El caso es que ese uso temerario e imprudente del Facebook ha provocado que comiencen a aconsejarse unas recomendaciones de uso, como en los medicamentos: no hay que dar demasiados datos personales, hay que reservar eso que se llama intimidad y tener conciencia de que te estás exhibiendo. Surgen otros problemas bastante chocantes: mamá (por ejemplo, yo) se hace de Facebook y quiere ser amiguita de sus hijos. Ella (yo) lo ve clarísimo, entonces ¿por qué sus hijos no quieren jugar con ella al corro de la patata? Pues porque mamá es un coñazo y ellos saben que acabará metiendo las narices en la página del hijo. Para espiar. Las mamás son espías de nacimiento y no lo pueden evitar. Además, el hijo puede reprimir sus bromas si sabe que mamá espía su página, pero no puede controlar las bromas de sus amigos, así que lo más aconsejable es marginar a mamá, al jefe y a los amigos que no lo son tanto. De todas formas, a veces ocurren cosas extraordinarias; yo ahora, por ejemplo, tengo un amigo filipino, un tal Henry Lindo; me localizó en el Facebook y me envió este mensaje: "Su nombre me hace feliz, era el nombre de mi madre, murió hace unos meses y la echo tanto de menos". Lo dicho, me voy con cualquiera. -

PEOPLE

San Francisco's People. Canon 5DmkII 24p from Philip Bloom on Vimeo.

Anatomia del nuevo casticismo


Hay almas ingenuas que se creen que no siguen las modas. Con esos espíritus puros es mejor no discutir porque viven convencidos de su diferencia. Bastaría que nos mostraran un retrato de hace veinte años para hacerles notar que hasta en las patillas se aprecia que uno es parte de su tiempo. En las patillas de los hombres y en las cejas de las mujeres. No se sabe quién convenció a las chicas de los setenta de que se las depilaran hasta esquilmar los poros, y quién nos convenció a las de los ochenta para que luciéramos las cejas en su máximo salvajismo. Este siglo XXI es el de los experimentos capilares. Ves a un hijo tuyo un día y te sorprende con unas patillas de escritor romántico y a la semana siguiente se ha dejado barba de cuáquero. Modas. Personalmente, convivo mejor con este eclecticismo presente que permite que uno componga a su manera su propio personaje. Modas. Todos las seguimos. Más aún los que se definen más refractarios a ellas. Viajo de un lado a otro del Atlántico y observo, con más ternura que sarcasmo, que todos los jóvenes se parecen. De la misma forma que se parecían esos jóvenes más papistas que el Papa que con su hippismo atildado inundaron Madrid en agosto, se parecen entre sí esos otros más audaces, creadores espontáneos de tendencias que más tarde copiarán las revistas del ramo. A mi generación le tocó la ya cansina movida pero también el auge del mundo yuppi que despreció los locales castizos e inundó las ciudades españolas de bares y restaurantes decorados con aquella sosería de paredes paneladas que algún listo llamó minimalismo. El minimalismo consistía, en lo que a locales de comida se refiere, en unos paneles de cerezo. Eso en el mejor de los casos; en el peor, en paneles negros que todo lo cubrían y no permitían colgar siquiera el banderín del equipo de fútbol del dueño. Las mesas eran de filo cortante. Las barras eran de filo cortante. Tan cortante que si un día una criatura ebria perdía el equilibrio y se estampaba contra la barra corría el peligro de abrirse una brecha o de perder la vida. No fueron pocos los clientes que murieron en la flor de la edad por culpa del minimalismo. No había lámparas sino focos. Y la tele de toda la vida con su eterno partido de fútbol había sido sustituida por monitores que proyectaban videoclips. En el colmo de la modernidad, la imagen no coincidía con la música que sonaba. Un símbolo de la incomunicación de nuestro tiempo. Se ve que era eso. Y entonces el tiempo pasó (por abreviar): nosotros nos hicimos mayores y nuestros hijos adultos y vieron aquello, aquellos bares de decoración filosa y antipática, y dijeron, qué cosa más fea, por Dios, y sin ponerse de acuerdo -porque lo misterioso de las modas que nacen en la pura calle es que nadie se pone de acuerdo en seguirlas sino que surgen de estados de ánimo colectivos-, emprendieron la tarea de buscar los viejos bares de la ciudad. Sí, aquellos bares con barra de mármol o de cinc en los que por un precio razonable te tomas unas cañas tiradas por camareros de camisa blanca y peinados a raya y unos bocadillos de calamares comme il faut. También buscaron aquellas cafeterías cincuenteras o sesenteras con asientos de skay en las que de niños habían tomado sándwiches mixtos y batidos de chocolate. Fue difícil porque las franquicias habían acabado con patrimonios de la humanidad como la Cafetería Manila. Y en esto, que viajo a Buenos Aires y constato que la tendencia es la misma. La misma. Los jóvenes se han ido colando en las tabernas de viejos, acodándose en esas barras plagadas de fotos de boxeadores, futbolistas, toreros y cantantes. Visitan las que sobrevivieron a la modernidad y cuando montan negocios las imitan, tratan de recrear el ambiente cálido, popular, de barrio. De pronto, viejos y jóvenes se codean en la misma barra e ignoran a la generación madura que se ha quedado un tanto descolocada ante este auge del casticismo que algunos llaman vintage, porque la palabra casticismo no vende. En estos días he dejado las huellas de mis codos en El Obrero, El Favorito de Palermo, El Cuartito, La Brigada, El Desnivel; he escuchado nuevas voces del tango, como la Chicana, en el Club Atlético Fernández Fierro, y he visto a los abuelos acudir bien temprano a la milonga de la Confitería la Ideal, el lugar más decadente que imaginarse pueda, para no perderse una sola pieza. Una imagen prevalece sobre las demás: la del abuelo decrépito sacando a bailar a una jovencilla con zapatillas de deporte. Ella siguiéndolo a él: primero, porque en el tango los hombres dirigen; segundo, porque el viejo llevará al menos sesenta años practicando y sabe tanto de baile que ya no hace ni un solo movimiento gratuito. Miraba a los jóvenes porteños y observaba lo parecidos que eran a "los chicos" (así se refieren los argentinos a los hijos), que habían viajado conmigo. Los veía disfrutar de ese cálido localismo argentino como disfrutan aquí del madrileño o como yo veo a los jóvenes neoyorquinos en el Lower East Side. Todos se dan un aire, todos se parecen. Siguen una moda sin saberlo. Con el tiempo sus ropas y sus locales de copas se convertirán en el signo de una época. Espero que entonces sus hijos, nuestros nietos, no vuelvan al panelismo. Sería terrible

lunes, 26 de septiembre de 2011

Hipótesis Now:

Tienes que dejar para “youtube” una grabación. Serían los 10 minutos de tu vida que mejor te representan. ¿Qué 10 minutos de tu vida pondrías?


lunes, 19 de septiembre de 2011

"Pero como Amy, Hank era incapaz poner arte en lo personal. Expresaron en la música lo que no podían expresar en sus vidas. Y hablando de aristas en general y ya no tan atormentados: Llevo una década entrevistando y conociendo muchos de ellos pero se pueden contar con los dedos de un mano los que me resultaron realmente interesantes. Muy pocos de ellos tiene repuestas a los grandes enigmas, todo contrario.

Sin embargo he conocido muchos “Artistas de la vida”, si este frase se puede todavía usar.

Personas con genialidad, chispa, creatividad, un arte que se expresa en gestos generosos, comentarios que te hace pensar, sonrisas que iluminan un espacio, actos llenos de vialidad y originalidad. España, produce muchas de estas personas, que no tienen oficio de artista, pero cuentan con una vocación autentica, proyectando ese talento sobre sí mismos y su alrededor.

¿No es este el arte más grande? ¿El arte de los que esculpen una obra de sí mismos, que escriben poesía con un vida bien vivida, sin papel y pluma?"

domingo, 18 de septiembre de 2011