domingo, 18 de diciembre de 2011

jueves, 15 de diciembre de 2011

domingo, 11 de diciembre de 2011

Por qué echamos de menos a John Lennon

Nació durante un bombardeo. Murió en un tiroteo. Cantó a menudo sobre la paz pero su vida fue, en cierto modo, como una guerra.

1940. Caen las bombas alemanas sobre Liverpool. Es de noche y no hay iluminación en las calles excepto la luz temblorosa de los incendios y la intermitente que producen los destellos de las explosiones. Aun así, en mitad de semejante panorama, dos hermanas deambulan por una ciudad hecha añicos, exponiéndose al infierno que los nazis les están enviando desde los cielos. No les queda otro remedio: una de ellas está a punto de parir y necesitan un médico. Tras un diabólico trayecto más propio de una película de Spielberg, las dos mujeres consiguen llegar al hospital de maternidad. El bebé nace sano y salvo. Acaba de venir al mundo uno de los individuos más célebres del siglo XX. Se llamará John Winston Lennon —el segundo nombre es un homenaje al líder de la nación durante esa misma II Guerra Mundial, el conservador Winston Churchill: dosiconos universales de la historia británica unidos por una curiosa conexión—y en poco más de dos décadas no habrá persona en el planeta Tierra con acceso a radio y periódicos que no vaya a conocer su nombre.

John Lennon fue un personaje confuso, capaz de descolocar incluso a sus más acérrimos seguidores por lo complejo y frecuentemente contradictorio de su personalidad. Y es que sus mismos orígenes son confusos. Su madre apenas ejerció de madre; fue aquella hermana que la había acompañado al hospital quien realmente crió al pequeño John. Su padre, un marino desertor, simplemente desapareció de su vida tras su nacimiento. El propio Lennon dejaría constancia de sus sentimientos hacia sus padres bastantes años después en la lastimera Mother:

Madre, tú me tuviste pero yo nunca te tuve a ti.
Yo te quise pero tú nunca me quisiste.
Padre, tú me dejaste pero yo nunca te dejé a ti.
Yo te necesitaba pero tú nunca me necesitaste.
Papá, vuelve a casa,
Mamá, no te vayas



…y su carácter resultó ser demasiado explosivo como para interiorizar estas heridas y sufrirlas en silencio. Empezó a hacerse notar desde muy joven por su actitud belicosa hacia el entorno. Poseía una aguda inteligencia que rara vez empleaba en fines constructivos: sus profesores estaban hartos de él, considerándolo un payaso indisciplinado y un molesto rebelde sin causa cuyos efectos en el ambiente escolar eran perjudiciales e indeseables. No pocos de sus compañeros de colegio le tenían miedo debido a su carácter agresivo y sus arrebatos violentos. Era ingenioso y carismático, pero no una persona fácil de tratar. en su adolescencia empezó a vestir como un “teddy boy”, con tupé y chaqueta de cuero, como uno de tantos adolescentes secuestrados por aquella revolución cultural norteamericana que asoló el mundo —y que asoló el Reino Unido más que ninguna otra parte fuera de los propios EEUU— llamada rock & roll. John Lennon escuchaba a todas horas las canciones de Elvis Presley, Chuch Berry, Fats Domino… por fortuna para él y para el mundo, pudo volcar parte de aquella destructiva energía suya en la guitarra, en escribir canciones imitando a sus ídolos. En todo lo demás, siguió siendo el mismo: un historial académico de expulsiones y conflictos, una conducta desastrosa y un más que incierto porvenir. Nadie pensó nunca que el joven John tuviese futuro en la música, pero tampoco tenía futuro en ninguna otra cosa. Era un caso perdido. Una secuela más de la gris existencia en una no menos gris Liverpool.

Siempre le gustó recordar que procedía de la clase proletaria, aunque esta era una verdad sesgada, por no decir una mentira. Quizá era la manera de empastar mejor con sus futuros compañeros en The Beatles, todos ellos procedentes de la auténtica clase obrera. Y sobre todo la manera de empastar mejor con su propio mensaje ideológico progresista. Sea como fuere, aun siendo Lennon de clase media en lo socioeconómico —no era de familia adinerada, pero no pasó penurias— creció también en aquella hosca ciudad portuaria, en un barrio cuyas calles eran una rápida escuela para un adolescente que las pisara más tiempo del recomendable, como era su caso. Pese a la imagen de buenos chicos que los Beatles empezaron a cultivar por mediación de su manager durante su ascensión al éxito, lo cierto es que siempre hubo mucha calle en ellos. Mucha más que en los Rolling Stones, que hacían justo lo contrario, aprendiendo a proyectar una imagen de canallas pese a que procedían de familias pequeñoburguesas de los suburbios acomodados de Londres. Los Beatles, sin embargo, consiguieron hacer creer al mundo que eran los perfectos niños de mamá, aunque sus orígenes tenían más bien poco de fácil o pacífico. De hecho, los Beatles eran el auténtico grupo proletario. Mientras los Stones acudían a escuelas de arte y se enfrascaban en conversaciones —más bien snob— propias de conoisseurs del rhythm & blues norteamericano, los Beatles se vestían de cuero negro, se drogaban y se peleaban con cualquiera por cualquier motivo, además de tocar rock & roll sin ningún complejo, sudorosos y anfetamínicos, sin pretender dárselas de bluesmen.


A Lennon no le costó convertirse en líder de los Beatles en los inicios, antes de hacerse famosos: no resultaba sencillo intentar llevarle la contraria, porque su respuesta podía ir desde lo meramente sarcástico a lo físicamente agresivo. Era un tipo duro y mientras The Beatles fueron algo similar a una pandilla callejera, él tenía siempre la última palabra. Pero cuando las cosas se tornaron más profesionales y el factor puramente musical entró en juego, resultó que ya no estaba solo al frente. El destino o la casualidad hicieron que en aquella misma banda se juntasen dos individuos con una facilidad pasmosa para sacarse melodías inolvidables de la manga. Lennon inició una competición con Paul McCartney, que convirtió al cuarteto de Liverpool en una de las fuerzas artísticas y culturales más poderosas del siglo XX, y probablemente de toda la historia de la humanidad. Ambos jóvenes eran conscientes del talento del otro, y por ello firmaban sus canciones como Lennon/McCartney aunque en realidad las componían generalmente por separado. Entre ambos producían la inmensa mayoría del repertorio de la banda y fueron el ente bicéfalo que manejó el timón durante la existencia de aquel extraño milagro llamado Beatles. Así, si Paul aparecía con She loves you o Can’t buy me love, John hacía lo propio con A hard’s day night o Ticket to ride (por cierto, da gusto ver una actuación en directo de los Beatles primerizos en que se los oiga por encima de los gritos femeninos). Si Paul se descolgaba con el himno nostálgico Penny Lane, John le respondía con Strawberry fields forever. Si McCartney quería sonar en todas partes con Yesterday, Lennon lo hacía con Lucy in the sky with diamonds.



No se podía competir con una pareja semejante. Era casi imposible. George Harrison tuvo que sacar lo mejor de sí mismo y resulta realmente asombroso que finalmente lograse ponerse a la altura de sus dos compañeros, si no en productividad, sí en cuanto a la calidad de sus mejores temas. Ringo Starr se resignó a ser reconocido únicamente como instrumentista, porque componer algo al nivel de Lennon/McCartney estaba fuera del alcance de casi todos los seres humanos. Muchos otros artistas de la época se resignaron también a estar a la sombra de los Beatles. En menos de diez años, los Cuatro Fabulosos de Liverpool provocaron un cambio de paradigma musical no sólo a nivel popular, sino a nivel de reconocimiento de la esfera artística en bloque, pocas veces visto. Su éxito no tenía parangón y el propio Lennon lo resumió con una elocuente “somos más famosos que Jesucristo”. Lo cual, por otra parte, era técnicamente cierto pese al escándalo que produjo esa cita y que le ganó no poca animadversión entre sectores religiosos. Lennon era consciente del estatus de fenómeno mundial que habían adquirido los cuatro, y pronto fue quien empezó a dar más que hablar debido a lomarcado de su temperamento y a su tendencia a decir las cosas claras.

Pero el éxito no mató los demonios internos de Lennon. En su incesante búsqueda de sí mismo despistó a propios y extraños con sus cambios de rumbo a final de los sesenta , embarcándose en cruzadas ideológicas que le valieron incluso la enemistad de algún que otro gobierno (especialmente el norteamericano), protagonizando numeritos estrafalarios de toda índole y convirtiéndose en una figura de la avantgarde más esperpéntica junto a su novia intelectual —y después segunda esposa—, la célebre Yoko Ono. El Lennon callejero, el antiguo Teddy Boy de pantalones de pitillo y fijador, quiso reconvertirse en un gurú de la vanguardia. El resultado no pudo ser más desconcertante. Lennon, como decíamos, seguía teniendo la calle en él, y su sarcasmo, su impertinencia y su tendencia —reconocida por él mismo— a hablar más de la cuenta le convirtieron una figura que basculaba entre el santón etéreo y el pandillero demagogo. No siempre supo medir sus pasos en aquella época. Él mismo se sintió después avergonzado por algunos de sus excesos culturetas de esos años, y especialmente por la transitoria pérdida de control de su ego. Siempre habló de que su mayor cura de humildad se produjo el día en que tuvo el atrevimiento de encabezar con la entonces infumable The Plastic Ono Band un festival en el que actuaron como teloneros varios de sus ídolos y maestros: Bo Diddley, Jerry Lee Lewis, Little Richard y su adorado Chuck Berry. Después de que semejantes pesos pesados del rock hubiesen calentado al público con su magia y energía, Lennon tuvo los santos redaños de pisar el escenario y ofrecer una muestra de sus desvaríos —hoy diríamos que “gafapastas”— junto a Yoko Ono, que provocaron una oleada de abucheos en la audiencia. Aquella fue una lección que Lennon no olvidaría nunca. Una lección que permitiría emerger al Lennon más legendario e idolatrado, el de los setenta, el de mensajes políticos aún extremistas pero más razonados y mejor presentados, el Lennon que supo finalmente combinar espectáculo y música con mensaje sin caer en experimentos aburridos y absurdos.


Precisamente su relación con Yoko Ono, casi universalmente denostada por los fans de los Beatles y de la música en general, le marcó profundamente. No fue una relación idílica. Hubo problemas y rupturas, y Lennon se vio con otras mujeres en dichos paréntesis, porque no era precisamente un santo. Pero sería absurdo no admitir que John y Yoko se querían. Él le dedicó algunas de sus mejores canciones, como Woman, o la eternamente impresionante Jealous Guy, una sobrecogedora canción sobre los celos que fue una de sus obras cumbre. Si tuviera que escoger una única canción de Lennon, esta sería probablemente mi favorita. Aunque yo también soy de los que piensan que Yoko Ono fue a menudo una mosca cojonera que no colaboró a mejorar el ambiente en lo que —de todos modos— era una disolución cantada de los Beatles, y que su influencia sobre Lennon, al menos a nivel de imagen pública, fue a menudo negativa, he de decir que lo que ocurre entre dos personas queda entre esas dos personas, y para bien o para mal, es tan difícil entender al Lennon de los últimos años sin Yoko como lo es entenderlo sin el propio rock & roll.

En los setenta, decíamos, Lennon abandonó las ínfulas vanguardistas y retornó a la música que realmente amaba: el rock & roll… incluso grabó un disco de versiones llamado sencillamente así, Rock ‘n’ roll. Mientras, su estatus como figura pública se había disparado y era uno de los individuos que más daban que hablar a nivel mundial. McCartney —el “más musical” de los Beatles— seguía centrado en su carrera, George Harrison continuaba colgado en los sesenta y Ringo Starr rodaba películas estúpidas y se iba de juerga alcohólica con Keith Moon, formando la pareja de baterías más divertida de todos los tiempos (en serio, ¿cómo no pueden caerte bien estos dos tipos?). Pero Lennon era el hombre de las convicciones fuertes, el hombre cuyas opiniones eran escuchadas y tenían repercusión. Seguía siendo el Beatle a quien más atención se prestaba, como al principio, cuando eran sólo una pandilla de chavales en las calles de Liverpool. No era un intelectual, por mucho que casi lo hubiese pretendido en ciertos momentos, pero sí era muy inteligente. Terminó resultando convincente cuando hablaba de la paz, de la forma en que el mundo era manejado por los poderes establecidos, en un humanismo poco académico y más bien rabiosamente instintivo. Era el izquierdista, el feminista, el pro-abortista, el defensor de las minorías, el artista que sin avergonzarse de su condición de millonario —a fin de cuentas la gente le había pagado por su música y él no le había robado a nadie— hacía lo que podía por enviar un mensaje de libertad, igualdad y fraternidad desde el púlpito que entre todos le habíamos concedido. Era Lennon, el inesperado portavoz de una clase proletaria a la que nunca perteneció realmente, pero a la que conocía de cerca y respetaba. Quizá no fue nunca el mejor marido o el mejor padre, pero eso es algo que deben juzgar sus mujeres y sus hijos. A nosotros, a quienes lo admiramos por lo que aportó a la cultura universal y nunca lo conocimos personalmente, no nos debería importar. Tampoco fue nunca exactamente simpático, aunque en ocasiones —cuando a él le venía bien o sencillamente cuando se sentía relajado— sí conseguía desplegar ese encanto macarra que habitaba bajo su más reciente segunda piel de ideólogo concienciado. Era muy distinto, no puedo dejar de hacerlo notar, el Lennon de las entrevistas junto a Yoko que el Lennon de las entrevistas en solitario, más propenso al ingenio rápido que uno esperaría de aquel chaval carismático de la Liverpool cruda y portuaria, y no tanto al discurso solemne que a veces, sobre todo cuando su mujer estaba al lado, podía resultar demagógico y en ciertos momentos francamente estomagante.

Durante esos mismos años setenta, el reconciliado matrimonio de John y Yoko convirtió Nueva York en su nueva casa, como hicieron muchos artistas británicos que emigraban a EEUU por cuestiones, sobre todo, de impuestos. Lennon se estableció en la Gran Manzana muy a disgusto de las autoridades norteamericanas, las cuales —hoy es bien sabido— buscaron cualquier excusa legal para conseguir deportarlo de vuelta a las Islas Británicas, aunque nunca lo consiguieron. Y aquella ciudad era sin duda el nido ideal donde podía establecerse alguien como él, porque allí era donde se estaba cociendo todo y Lennon —excepto en su eterno amor a la música de los cincuenta con la que había crecido— no estaba dispuesto a estancarse en el pasado. Seguía siendo el más afilado de los ex-Beatles, el que más bordeaba los límites en lo cultural, y seguía calando entre las nuevas generaciones. Y no era el más cercano a la gente de a pie porque Ringo —aun con todos sus millones— era pura “working class” y auténtica carne de taberna, pero sí era el que la gente sentía más cercano a ella. Nunca fue un personaje cómodo y eso le valió, incluso en vida, algunas admiraciones encendidas y profundas de una naturaleza que ninguno de los otros Beatles consiguió despertar. También le valió no pocas enemistades, pero como decíamos más arriba, Lennon siempre estuvo en guerra con el mundo.

Sólo que en su guerra contra el mundo nunca debió verterse sangre, pero ese mundo, por desgracia, está plagado de alimañas.




Y hablando de alimañas, Mark David Chapman debe de ser uno de los individuos más odiados del planeta. Sí, hay gente que ha cometido crímenes incluso peores, pero él se las arregló para tocar una fibra que en cierto modo estaba conectada con casi todo individuo en nuestra sociedad moderna. No fue hasta el 8 de diciembre de 1980 —se cumplen treinta y un años mientras escribo estas líneas— en que dicha sociedad adquirió plena consciencia de lo importante que son (con justicia o no, pero inevitablemente) determinadas figuras del ámbito de la creación artística y cultural.

Ese 8 de diciembre de 1980 John Lennon y Yoko Ono salieron del hoy tristemente legendario edificio Dakota, un complejo neoyorquino de apartamentos de lujo, para pasar la jornada grabando música en el estudio. Nada más pisar la calle y aproximarse a su limousine, se produjo el primer encuentro entre Chapman y Lennon: el joven de veinticinco años se acercó a Lennon camuflado entre varios fans que pedían autógrafos, a los que el cantante atendía amablemente. De hecho, Lennon le firmó un disco al propio Chapman y tras estampar su firma en la carpeta del vinilo le dijo “¿deseas algo más?”. Después, John y su esposa entraron el automóvil y se marcharon. Poco podía saber el ex-Beatle que acababa de toparse cara a cara con su inminente asesino. Volverían a encontrarse aquella misma noche, lo cual significaba que John Lennon no volvería a contemplar otra mañana.

Tras la hora de cenar, cuando el ex-Beatle y su mujer regresaban a su apartamento, Chapman estaba esperando en el portal, agazapado entre las sombras. Allí le había visto el portero de la finca, quien no sospechó nada extraño porque no era raro que también por la noche hubiese fans esperando a Lennon ante el edificio o en el mismo patio. De hecho, el cantante se apeaba de su limousine en plena calle a propósito —en vez de entrar directamente con el coche en el complejo del edificio, cosa que podía hacerse— porque le gustaba atender personalmente a sus seguidores. Además Chapman era de aspecto más bien inofensivo, así que el portero no concedió mayor importancia a su presencia.

John Lennon empezó a caminar por el portal en semipenumbra. Todo sucedió rápidamente, no hubo grandes ademanes ni escenas grandilocuentes. Fue un asesinato rápido, frío y francamente cobarde. Sin mediar palabra, Chapman se acercó a Lennon por la espalda y disparó cinco tiros a bocajarro, de los cuales cuatro hicieron blanco en su cuerpo, causándole severas heridas internas. Lennon aún pudo dar unos pasos y subir algunos escalones hacia el lugar donde estaba el guarda de seguridad, diciendo: “me han disparado”. Después, no fue capaz de mantenerse más en pie. El guarda lo ayudó a tenderse, cubriéndolo con su propia chaqueta y quitándole las gafas. Se llamó a una ambulancia. En algún momento entre quedar tendido en el portal y su llegada al hospital, John Lennon dejó de respirar. No tenía pulso cuando entró en la sala de emergencias y pese a los desesperados intentos del equipo médico no pudo ser reanimado. Las heridas eran demasiado graves, y una de las balas había seccionado la arteria aorta —la principal vía sanguínea del organismo humano— con lo que su cuerpo sencillamente había dejado de funcionar en el breve tiempo transcurrido desde los disparos. John Lennon había muerto.


Mientras tanto, la policía detuvo a un tranquilo Mark Chapman que no se había resistido cuando el portero del edificio, tras oír los disparos, había corrido hacia él, logrando reducirle y quitándole la pistola. Horrorizado, el conserje le había dicho:
—Pero, ¿tú te das cuenta de lo que acabas de hacer?
—Sí, acabo de matar a John Lennon.

John fue un individuo complejo e imprevisible, digno de estudio, que dejó un poso de fascinación en la cultura popular. Te caiga bien o te caiga mal, es precisamente el tipo de personaje público interesante en el que siempre merece la pena indagar, del que siempre hay algo intrigante que descubrir; la clase de estrella que cada día añoraremos más porque cada día abunda menos. Alguien que nos da motivos para pensar y reflexionar aunque sólo sea por el mero hecho de intentar analizar su figura. No fue un artista superficial, tampoco “inodoro, incoloro e insípido”. Aunque su famoso grupo definió la esencia de la palabra “pop”, él nunca fue un artista poppie. Y no me refiero sólo a lo musical —porque Lennon adoraba el rock & roll y tenía siempre la palabra en la boca— sino a su actitud vital. Nunca quiso ser un personaje blando y vendible. Nunca quiso ser una “estrella amable” ante los medios, ni un producto descafeinado para todos los públicos. Fue un rockero también en la vida: rebelde, contestatario, siempre haciéndose preguntas y cuestionando a la autoridad. No era alguien a quien verías en un reality show manteniendo conversaciones estúpidas sobre asuntos banales. Así que, aunque suene a horrendo tópico de carpeta de quinceañera, admitiré que sí, que yo también echo de menos a John Lennon. Si incluso Ray Charles lo echaba de menos,entonces es que hay buenos motivos para ello. R.I.P. John.

jueves, 8 de diciembre de 2011

miércoles, 7 de diciembre de 2011

IN THE TOILET OF THE SOUL