Aparecen y reaparecen constantemente esas mujeres madres, amigas, compañeras de trinchera, que empiezan ejerciendo sobre mi la fascinación de la esfinge, como querían los egipcioos, y lentamente se van quedando en esfinges sin secretos, como quería Wilde. Ya no son las grandes damas del cine, perdidas siempre en nebulosas inalcanzables - perturbadoras, pues- sino esas mujeres, que situadas a ras del suelo, sin plumas, visones ni lacmé, imparten lecciones de supervivencia cotidiana en un mundo hostil y a menudo mediocre.
Y siempre estaba Ana María, hermana y privilegio a la vez, [...]
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