Antonio Vega vivió deprisa. A salto de mata. Intensamente. Era un hombre apasionado, excesivo. Cuando algo se cruzaba en su camino y le gustaba, no había límites. Tendría unos 17 años cuando, una tarde, su hermano Carlos se lo encontró vestido con su flamante nuevo equipo de alpinismo para condiciones extremas, coronando el armario de casa; los mosquetones aún clavados en la madera recia de aquel armario y Antonio, allí arriba, coronando su montaña imposible. "Se volcaba en todo lo que le aportaba algo y lo exprimía al máximo", explica Carlos, "se entregaba a sus causas de forma vehemente. Con las drogas, igual".
La guitarra se hizo obsesión. No quería estudiar, quería tocar, tocar y tocar. Formó su grupo Nacha Pop, a finales de los setenta, junto a su primo Nacho. En esos años compuso la canción a la que quedó encadenado de por vida, La chica de ayer. La odió durante años y años, pero al final, se acabó reconciliando de algún modo con ella. El que fue himno de toda una generación le reportó la mitad del total de sus derechos de autor.
El problema surgió cuando lo que se cruzó en su camino fue la heroína. Fue en un Seat 127 atiborrado de amigos, camino de El Escorial, a finales de los años setenta. Lo cuenta Bosco Ussía, su biógrafo. Como hombre excesivo y apasionado que era, se entregó al viaje con fruición. La heroína era una recién llegada, faltaba información. Algunos decidieron probarla, otros no. Vega fue de los primeros. Heroína, la mujer del héroe. No podía ser mala. "Antonio tenía todo a su favor, pero eligió esa opción", dice Bosco Ussía, intentando explicar por qué Vega, chico de familia acomodada y con todas las armas culturales precisas, se enganchó. "Si eres una persona con su talento y su sensibilidad, te puedes enamorar del caballo. Es algo que también te da, no sólo te quita".
En apenas cuatro años llegan algunas de sus mejores canciones, aún como integrante de Nacha Pop: en 1987 firma Lucha de gigantes, tema dedicado a la heroína, según cuenta la que fue su compañera durante 18 años, Teresa. En 1993, ya en solitario, llega El sitio de mi recreo, pieza de referencia, melancolía pura.
Teresa recuerda perfectamente el día que la compuso. Fue en Ibiza. Estaban pasando unos días con unos amigos en una cabaña de madera. Salieron todos a dar una vuelta por la tarde, pero Antonio se quedó en la cabaña. Estaba malo. Le había dado por las ensaimadas y, como siempre, no había término medio, se había zampado nueve en un día. "Era compulsivo con todo, ya fuera con los bollos, con la fotografía o con lo que le diera", recuerda Teresa en conversación telefónica desde un pueblecito de Vizcaya, el lugar al que se retiró cuando consiguió desengancharse de la heroína y desengancharse de Antonio. Cayó la tarde y regresaron todos a la cabaña. Según entraron, Antonio les dijo: "Mirad lo que acabo de sacar". Agarró la guitarra y se puso a tocar El sitio de mi recreo de arriba abajo, letra y música, clavada. "Estaba tocado por una varita mágica", dice Teresa. "Era muy estudioso, muy inquieto. No era normal, era un genio. Tenía una capacidad de absorber información impresionante".
"Si eres una persona con su talento y su sensibilidad, te puedes enamorar del caballo. Es algo que también te da, no sólo te quita".
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