sábado, 28 de julio de 2012

domingo, 22 de julio de 2012

martes, 17 de julio de 2012

Yo misma


He viajado a Colombia y, con lo que me ha pasado en el avión, he pensado: "¡Oh, Dios mío, si nos estrellamos, moriré en medio de un concurso literario, qué vergüenza!".
LOS NIÑOS DEL MUNDO se dividen en dos grandes grupos:
a) Inocentones: los que miran el truco del mago con la boca abierta y cuando el mago les saca un huevo de la oreja pasan la tarde pensando cómo es posible que durante los ocho años que llevan habitando el planeta Tierra no hubieran advertido que tenían un huevo dentro del cráneo, al lado de la oreja. Cuando ya se rinden los Inocentones y deciden que hay cosas en este mundo que no tienen explicación y que es mejor tener fe sin más, comienzan a darle vueltas a una segunda cosa: ¿y cómo sabía el mago que ellos tenían un huevo dentro de la cabeza, quién se lo había dicho, eh?
b) Hijoputillas: se dice de aquellos otros niños que miran el truco del mago con la ceja levantada, intentando, desde que el espectáculo empieza, pillar al mago en un fallo, en un renuncio, localizar el cordón, el mecanismo que hace que el mago se saque el huevo de la manga y lo coloque con una rapidez supercalifragilística en la oreja del niño voluntario. El hijoputilla se ríe del Mago, se ríe del voluntario, se ríe de los niños Inocentes.
No es por insultar, pero está demostrado por neurobiólogos de todo el mundo que cada español lleva dentro de sí un hijoputilla. Más o menos desarrollado, pero lo lleva. Es genético, probablemente sea un bultillo que tenemos en el hipotálamo o por ahí cerca. Puede que en un futuro se pueda operar con láser, pero, a día de hoy, no hay español que se libre de su hijoputilla (incluidos los habitantes de las Comunidades Históricas). En realidad, podemos vivir con este lastre aunque nos impida disfrutar de la inocencia, y nos dota de un repelente sentido del ridículo. El hijoputilla nos dificulta el aprendizaje de los idiomas, por ejemplo. Me lo dijo un profesor de inglés: al español le da vergüenza imitar los acentos, así que se empeña en conservar el suyo y además se ríe de los españoles que intentan imitar la música de otra lengua. Los tacha de snobs o directamente de gilipollas. El hijoputilla tiene muy mala lengua. Al hijoputilla todos los extranjeros le parecen tontos. Los americanos hablan como Doña Croqueta y son infantiles; los ingleses, tan estirados que son ridículos; los franceses, pretenciosos y sin gracia; los japoneses, alienados; los portugueses, tristes; los latinoamericanos, lentos y demasiado educaditos... Y en medio de toda esa impresionante masa humana, el hijoputilla brilla, riéndose del mundo entero menos de él mismo, por supuesto. Yo, una hijoputilla de a pie, me encontraba este mismo miércoles en un avión con destino al Caribe. Ahora está muy de moda decir que el tiempo en el avión es fabuloso para trabajar, hasta el punto de que se ha convertido en un lugar común, y como yo no me puedo resistir a los lugares comunes, me senté en mi asiento de camino a Cartagena de Indias y decidí dedicar el vuelo a pensar unos cuantos temas candentes para este artículo que ustedes hoy tienen la inmensa suerte de leer. Pensé: ¿Literatura y Caribe? ¿Literatura y guayabera? ¿Literatura y transpiración? ¿Consecuencias fatales del jet lag sobre la literatura del siglo XXI? ¿Podrán acabar los congresos de escritores de una vez por todas con la literatura? En esas estaba cuando en el avión ocurrió algo verdaderamente extraordinario. Dos aeromozas de belleza insultante, como casi todas las colombianas, tomaron sendos micrófonos y anunciaron, haciendo gala del mejor español del mundo, que iban a repartir entre los pasajeros un papel en blanco para hacer un concurso. Se trataba de que los pasajeros hiciéramos una rima con Avianca, la compañía en la que viajábamos, y otras palabras relacionadas con el evento cultural cartagenero que se desarrolla esta semana, como Hay Festival o Literatura. Un poco por ahí. Nos daba uncuartito de hora. Luego pasaban a recoger los papeles, una mano inocente tomaba tres papeletas del saco y las aeromozas leían las tres poesías en voz alta. También se requería la colaboración del pasajero para el fallo: debíamos aplaudir con más o menos entusiasmo según el ingenio del poema y era finalmente la potencia del aplauso lo que decidía quién sería el ganador. El ganador, por cierto, se llevaba untickete (billete) de avión y el orgullo, no te lo pierdas, de ver reproducido su poema en un libro de poemas editado, por lo que he podido investigar, por la misma Avianca. A la hijoputilla que llevo dentro le dio un ataque de risa incontenible y como estaba la pobre sola buscó desesperadamente alguna mirada cómplice entre los viajeros cercanos. Pero no, amigos, no la encontró. Mientras la hijoputilla reía a mandíbula batiente, el resto de los viajeros estaba dedicado en cuerpo y alma a ejecutar la rima. Ella, la hijoputilla, tan digna, tan fisna, no se dignaba a apuntar nada, pero inventaba rimas mentalmente sin querer: "¡Mírala / no es manca / y viaja en Avianca!". "Soy una potranca / y viajo en Avianca"... y por el estilo. Las simpáticas aeromozas recogieron las papeletas. "Yo no", les dije, como dejando claro qué tipo de persona soy. El resto de pasajeros votaron con ese sistema infalible que inventóKiko Ledgard y que marcó toda una época: el aplausómetro. La hijoputilla que esto escribe no aplaudió. Ella no se relaja, ella siempre piensa que siempre hay un español sentado en el asiento de atrás dispuesto a reírse de ella. Pero el resto de los viajeros montaron un gran cachondeo soltando bravos a la rima más conseguida. Maldita sea, no tomé nota, pero sé que la cosa iba de altura y cultura. El viajero ganador se levantó a recoger su tickete. Aplausos. El avión empezó a descender yéndose de un lado a otro como un avioncillo de papel. Mientras la hijoputilla rezaba un formulario: "Señor mío Jesucristo", que es lo que hace siempre al despegar y al aterrizar, pensó: "¡Oh, Dios mío, si nos estrellamos, moriré en medio de un concurso literario, qué vergüenza!".

sábado, 14 de julio de 2012

lunes, 9 de julio de 2012








¡ Tira !

No sé si querría ser más joven. Lo que sí que me gustaría es estancarme, hacer eterno este presente. De la juventud quisiera conservar la lozanía física, pero no envidio a quien era hace veinte años, aquella joven perdida en ansiedades estériles. No es infrecuente que en la mente juvenil aniden ideas falsas, una de las más comunes es la creencia de que no hay amor verdadero sin sufrimiento. Esa imagen caricaturesca del amor, tan ligada al cliché romántico, convierte a muchos jóvenes cándidos en víctimas propicias de los chulos o las listillas, de las mujeres manipuladoras o los hombres fanfarrones. El joven o la joven inocente buscan, como si fuera un alimento para el alma, a alguien que les machaque, porque entienden que el amor sólo habita en el terreno de la melancolía. Lo más natural es que las personas aprendamos y que con la experiencia de un capullo o de una arpía en nuestro expediente amoroso tengamos más que suficiente; puede incluso que echando la vista atrás concluyamos que haber sido el juguete de un amante caprichoso nos ha servido para desarrollar mecanismos de defensa que nos protegerán toda una vida. Pero ay de aquel que perpetúe el carácter sufridor hasta perder por completo su autoestima. No hablo de malos tratos físicos, por supuesto, sino de mera supeditación. Lo pensaba el otro día cuando caminando por el paseo del Prado pude escuchar cómo un hombre maduro de gesto malencarado le decía a su mujer antes de cruzar el semáforo: "¡Tira!". Tira, le decía sin apenas mirarla, indicándole con un gesto de la cabeza que pasara delante de él. Tira, a secas, sin acompañar la orden de un nombre propio o de otro añadido que le restara fiereza. Tira, como si en vez de pasear con una mujer estuviera pastoreando una cabra. Aún peor, porque a los animales esas órdenes tajantes les salvan en muchas ocasiones de morir bajo las ruedas de un coche. Quién no ha amado alguna vez a quien no le convenía. Quién no se ha empecinado en perseguir a alguien que no le correspondía. El cine, la ficción en general, ha sacralizado el amor fatal, siguiendo, como si se tratara de una plantilla, esa idea juvenil de que sólo merece la pena aquel que nos hace perder la cabeza. Hay una película en cartelera, Two lovers, que evita esa convención romántica. Un joven (el extraodinario Joaquin Phoenix) que padece una enfermedad mental vuelve a casa de sus padres después de un fracaso amoroso que le ha dejado al borde del colapso. Conoce a dos mujeres: una de ellas (Gwyneth Paltrow)representa a la mujer inalcanzable, que se aprovecha de su cariño sin amarle; la otra (Vinessa Shaw) es la mujer que ama sin trampas y que le ofrece una vida serena, dentro del orden familiar en el que se criaron y del barrio en el que crecieron, Brooklyn. Lo interesante es que el director no ha dotado de mayor atractivo a la joven de vida inestable ni ha restado misterio a la chica formal. Las dos mujeres poseen un aura de cine clásico y la película, de apariencia sencilla, te deja cavilando sobre los tortuosos caminos que conducen a la felicidad. De la felicidad se habla mucho. Y se lee. Hay gente que lee manuales sobre la felicidad en el autobús o en el metro de camino al trabajo. Me pregunto si todos esos lectores que hunden su mirada en un libro de autoayuda tienen algo en común: ¿son todos ellos infelices?, ¿comparten el mismo afán de aquel que lee un libro religioso?, ¿se aprende a ser feliz o el que nace con la sombra de la desgracia en su carácter está marcado para siempre? Varias universidades de Estados Unidos, Europa y Australia han realizado el más completo estudio sobre la felicidad hasta el momento. No se trata de elucubraciones sino de un abrumador estudio de campo que ha saltado fronteras tratando de encontrar elementos comunes en la sensación de felicidad o desgracia que acompaña a los seres humanos a lo largo de la vida. Que el dinero no da la felicidad es algo que se confirma, siempre y cuando, añade el estudio, se hayan cubierto las necesidades básicas. Piense usted por qué los malagueños se declaran, en general, más felices que los suizos. En mi opinión, razones no les faltan. Pero eso es otro asunto. Hay aspectos en el estudio menos transitados y, por tanto, más curiosos: el periodo de la vida donde se concentran los mayores estados de infelicidad está comprendido entre los 17 y los 50 años. La infancia es, si se da en buenas condiciones, esa época en la que se atesora una batería de felicidad para el futuro, y los años de juventud y madurez, o sea, de productividad, son aquellos en los que se acumula una mayor cantidad de angustia y ansiedad. A partir de los cincuenta, dice el estudio (no se trata de mi opinión), comienza una línea ascendente hacia la satisfacción, porque son más felices aquellos que viven en paz con sus limitaciones. La cultura de las últimas décadas, tan generadora de necesidades absurdas, ha trastornado (esto sí es opinión mía) la felicidad de la infancia, pero, en general, siguen siendo los viejos y los niños los más dotados para el disfrute. Es cierto que ser viejo duele en los huesos, pero al parecer provoca más dolor el deseo frustrado de tener una vida distinta de la que nos ha tocado en suerte.

jueves, 5 de julio de 2012

Olé tú Carmina




(...) reconozco que el campo magnético de esa castiza, guapa, histriónica, lista, cínica, destroyer, graciosa, excesiva, deslenguada, astuta, surrealista, ferozmente terrenal, tragicómica, profesional de la supervivencia, desgarrada, brutal, manipuladora señora llamada Carmina puede enganchar o dejar estupefacto a un variado género de público.


Atlantic City

No hay nada de glamour en las salas de juego de la inquietante ciudad-balneario de Ruletenburgo; ni elegantes caballeros de modales refinados, ni vaporosas damas de belleza sin igual. Ni siquiera el brillo del oro apilado. Sólo hay chusma continental: haraganes y golfillas, representantes de la sinvergonzonería europea de alta alcurnia de la época. El ansia por conseguir dinero fácil se disfraza de noble desdén… hasta que la turbación generada por una joven rusa hace saltar por los aires las relaciones de todos. Ruina, demencia, odio, engaño y desengaño son sólo algunas de las explosivas turbulencias que un hombre, Alexei Ivanovich, desencadena en un paraíso cogido con alfileres. En el proceso, afloran algunas de las más agudas reflexiones del genial Fiodor M. Dostoievski, las cuales hoy provocarían a buen seguro más de una queja ante las representaciones diplomáticas de media Europa.